La primera vez que me decidí a salir a la calle en silla de ruedas fue toda una prueba de valentía. Lo reconozco, aquí no tengo ninguna humildad y considero que fui valiente, porque llegó el momento en el que dije “esto es lo que soy, me he aceptado y ahora sois vosotros los que me tenéis que aceptar también”.
Al principio te resulta muy difícil afrontar esa situación, te da vergüenza que la gente te vea y te estén preguntando constantemente. Tienes que ir explicando tu historia que se te atraganta cada vez que la cuentas una y otra vez. La gente a veces te mira sorprendida, otras, apenada, y otras incrédula. Y todos se acercan preguntando los motivos por los que te encuentras en ese estado. Tú, lo único que quieres en esos momentos es pasar lo más desapercibida posible, ¡ pero qué ilusa ! Tus primeras salidas a la calle son muy duras, tú no quieres ser el centro de las miradas y los comentarios, pero lo eres y no puedes hacer nada para evitarlo. Bueno sí, te puedes quedar en casa para el resto de tu vida, convirtiéndose así en una no-vida. Yo no estaba por la labor, no quería quedarme enclaustrada. Ya sé que ahora dependo de los demás para salir, por lo que no piso la calle con tanta frecuencia como antes, pero salgo todo lo que puedo y procuro disfrutarlo.
El primer día que decidí salir en la silla, me puse todo lo guapa que pude. Me pinté los ojos, apliqué un poco de color en la cara, me adecenté lo mejor que supe mi pelo tan desobediente como de costumbre, y me puse un vestido nuevo que encargué a mi marido que me comprara. En definitiva, me disfracé un poco para darme algo de dignidad y disimular el mal trago de mostrar mi situación en público. Te armas de valor con la ayuda del rímel y los coloretes para presentarte ante los demás y ante ti misma de la manera más digna posible, pero lo más importante en esos momentos de “salida del armario” es la sonrisa. Nunca hay que perder la sonrisa y el buen humor. Hay que dejar de lado la autocompasión y la pena (son tóxicas y te corroen), el buen humor es necesario y es una prioridad para que la gente como yo pueda afrontar esos momentos en los que nos damos de bruces con la realidad de nuestra situación. Y también es una manera de plantar cara a la faena de tener que mostrar tus miserias al mundo, cosa que a nadie le gusta, supongo.
No recuerdo a cuánta gente vi aquel día, a cuántos le conté la misma historia o cuántas veces se me hizo un nudo en la garganta intentando explicar mi problema aguantando el tipo, sin que se me quebrara la voz, pero sí me acuerdo de lo tranquila que me quedé. Y cada vez que salía, regresaba mejor a casa, porque cuando hacía a los demás partícipes de mi historia, yo me desahogaba. Era como una terapia para mí, una catarsis. Creo que más efectiva que las sesiones con psiquiatras, porque me fui acostumbrando y hoy en día puedo hablar de todo esto contigo sin ningún tapujo. Sé que hay gente con problemas que tienen miedo al “qué dirán si me ven así”, pero yo te digo que salir a la calle con tu problema por delante y con la cabeza bien alta, sienta muy, pero que muy bien. Lamentarse no sirve de nada. ÁNIMO !!!!